7 de septiembre de 2024

Rostros (Cuento breve)

Escritor y Académico, Virgilio López Azuán

Por Virgilio López Azuán

Ismel tenía dos rostros en la cabeza: el de la parte anterior era afable, con facciones bien definidas, sus ojos eran más vivaces, no podían estar quietos y miraban incesantemente a todos lados. Ese rostro miraba un mundo real, sonreía como si conquistara, con cierta galantería.

El de la parte posterior era el horrendo, con un ojo más grande, brotado del párpado; el otro ojo era pequeño, con un estrabismo pronunciado. De ese lado tenía una barbita rubia donde retenía la baba viscosa, derramada de la boca de forma permanente. Pero ambos rostros eran autónomos.

El rostro afable de Ismel contrastaba con lo grotesco del rostro de atrás. Ambos rostros podían comunicarse. Los pensamientos se intercambiaban, uno sabía todo lo del otro. Por eso el rostro de atrás se molestaba cuando el del frente quería negarlo o desdeñarlo. Le enviaba mensajes donde no ocultaba su indignación por ser excluido. El ojo más grande salía más del párpado y la pupila se dilataba hasta ponerse roja y brillosa.

La gente veía a Ismel como si fuera un monstruo. Preferían el rostro afable, el casi sublime. Ese era bello en demasía, tratable, y mostraba su buen humor en casi todas las ocasiones. No querían ver el rostro horrendo, que les causaba pavor y asco.

La cabeza de Ismel tenía dos cerebros que se comunicaban el uno con el otro. Era más fácil pensar así para definirlo. En su confusa conciencia no comprendía por qué había nacido así. El médico fue primero en asustarse al ver esa cabeza con dos caras. Su madre también se llevó una gran sorpresa y murió sin aceptarlo.

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Por el rostro afable, Ismel veía todo color rosa, otro mundo. Esa percepción era virtual y nunca lo llegó a comprender. Nada era realidad, aunque socializaba con las personas como si se trataran de seres reales.

A la mañana del martes, por los oídos del rostro horrendo, escuchó voces muy cercanas. Miró hasta donde pudo y no vio nada. Envió el mensaje al otro lado y el rostro afable tampoco pudo ver nada en todo el entorno. Con mucho temor, Ismel se refugió en su habitación. Cerró la puerta y las persianas, y se acostó. Vigiló el resto de la noche y no escuchó las voces de nuevo.

Al amanecer del miércoles se levantó malhumorado. Su rostro afable perdió su habitual frescura y el rostro horrendo ni siquiera había abierto los ojos para despertar completamente, dormitaba como si tratara de recuperar el sueño perdido. ¡Despierta!, le dijo el rostro afable.

El mensaje sonó como un bombazo y el rostro horrendo se despertó. El ojo grande, casi sale de su órbita. La pupila color pardo se encendió, proyectando un brillo en forma de llamarada. El ojo pequeño también desbordó el párpado, la boca se abrió a la sorpresa, botando una baba blanca y espumosa. Pocas veces el rostro horrendo sonreía. Su boca deformada, en vez de emitir una sonrisa, dibujaba una mueca feroz.

Esa mañana el desayuno lo comió la boca del rostro afable, porque se alternaban. Al mediodía, lo haría, la del rostro horrendo con el almuerzo. El que más discutía de todos era el del rostro horrendo. Por ser desdentado, protestaba a la hora de la comida. No desarrolló el sentido del gusto y todo le sabía a nada, se la tragaba. Al final los alimentos iban a parar al mismo vientre, para él era un trabajo demás.

La esquina, próxima a la casa de Ismel, era ocupada por adictos a las drogas, hombres y mujeres. Fumaban, sorbían y bebían hasta enloquecer. Hacían ruidos pavorosos y despertaban a todos los lugareños.

Hasta a la habitación de Ismel llegaba el jolgorio de voces entrecruzadas con diálogos cargados de orgías y gritos sensuales. Eso no lo toleraba Ismel, los dos rostros rabiaban, principalmente el horrendo. Ambos dejaban escapar maldiciones y frases violentas contra los jóvenes de la esquina. Los adictos lo hacían adrede, sabían dónde vivía el monstruo, como le decían ellos, y querían enfurecerlo.

No tardaron. Ismel bajó de su habitación colocada en el segundo nivel de la vieja casona de estilo victoriano. Llegó a la esquina y no encontró a nadie. Pero las frases maldicientes seguían. En ese momento, supuso que esos adictos eran seres virtuales capaces de aparecer y desaparecer en un instante. Dijo: yo los atraparé.

Desde el rostro afable a Ismel le salió un pensamiento hecho ráfaga. Culpaba al horrendo de su desgracia. De su lado no había problema. Sus facciones eran esplendentes, cualquier chica se enamoraría de él, y a sus veintitrés años, no había tenido sexo con ninguna. Las muchachas, al verlo por delante, dejaban escapar sonrisas iluminadas y seductoras.

Pero al ver el otro rostro, salían despavoridas. El amor a primera vista solo duraba dos segundos. Por eso el rostro afable desarrollaba sentidos de odio contra el rostro horrendo. Y más, cuando a través de él escuchaba las voces como del infierno: demonios quemándose en hogueras.

A veces los ojos del rostro horrendo dejaban escapar sendas lágrimas para soportar los insultos. El ojo grande era el que más derramaba hasta llevarla a la barba roja. Al pequeño a penas le salía una lagrimita que se convertía en hilo transparente para perderse en el fondo de la ordinaria mejilla.

Ismel decidió operarse y no lo haría en Inglaterra. Debía quitarse el rostro horrendo para hacer una vida normal. Ya el martes siguiente se encontraba en un hospital especializado de New York donde le harían todos los análisis de rigor. Los médicos descartaron la posibilidad de la cirugía. Era muy riesgosa. Eso llevó a Ismel a una fuerte depresión.

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El otro domingo decidió ir al Central Park. En Inglaterra soñó con visitar ese lugar y esa tarde se hundía en una angustia insoportable. El rostro horrendo miraba en silencio y apreciaba el susto de los otros al verlo. El rostro afable no se cansaba de recorrer toda el área, tratando de sonreír a todos.

Pero al cruzar, la gente y ver al rostro horrendo, salían despavoridos. Si hasta el momento les quedaba algo de la sonrisa al ver el rostro afable, hacían una mueca de terror al ver al rostro horrendo.

La angustia fue creciendo en Ismel. En su poblado de Inglaterra, como ya lo conocían, se asustaban menos al verlo. En el Central Park, la gente no esperaba cosa semejante. No tenía la mínima posibilidad de ser operado y no deseaba volver a Inglaterra.

Otro lugar que deseaba visitar era el puente sobre el río Hudson. Así lo hizo. Caminó largo rato tocando la baranda derecha. Se paró. Sintió un fuerte vació en su interior. Ambos rostros se fueron en llanto esa tarde. Lloraron juntos por primera vez. Fue también la última. Cuando Ismel cayó al río, el agua lo recibió por el lado del rostro horrendo. El autor es escritor y educador@VLopezAzuan.

*Recreación de la historia de Edward Mordake, un hombre nacido con una rara malformación que le otorgó dos caras.

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