«Hora de vampiros» (Cuento breve)
Por Virgilio López Azuán
El local de McDonald’s debía estar en Madison Avenue, pero no está. Allí funciona una tienda de antigüedades. No tardé en entrar. Un señor de aspecto hindú me sonrió desde el despachador de vidrio con soportes de metal.
No decía nada, solo sonreía. Me pareció algo misterioso, esa sonrisa. Supuse que detrás de ella se escondía un enorme vampiro. Apenas descubriera los dientes, le vería los sendos colmillos puntiagudos con pintitas de sangre. No fue así, nunca mostró los dientes y la sonrisa se limitaba solo a los movimientos de los músculos de la cara y nada más.
Decidí recorrer la estancia y fui un poco más adentro. Me paré frente a una vitrina donde se exhibían monedas antiguas. Como si estuviera programado para ver las monedas, me acerqué y podía leer las fechas de acuñación.
Indudablemente, eran antiguas. Había una moneda conmemorativa a Napoleón Bonaparte acuñada en el 1809 y un denario romano de Marco Aurelio que bien hubiera admirado mi padre si estuviera vivo.
Recuerdo haber estado aquí alguna vez. Andaba con mi padre buscando algún objeto relacionado con vampiros. Ese martes se levantó con esa obsesión. Soñó con un río de sangre que pasaba por la puerta de su casa. Unos hombres vestidos de negro la tomaban con cubetas para almacenarla en algún lado. Afirmó haberlos visto desde la puerta principal de su casa sin sentir ningún temor.
Mi padre pasó horas parado y vio la sangre cuando bajó por completo. Ahora solo corría como un hilito por el contén y los hombres se esfumaron. Nadie podía decirle que no eran vampiros. Aunque no pudo verlos de cerca, no faltaba evidencia para afirmarlo. Si no eran vampiros, ¿por qué cargaban la sangre?.
El despachador hindú dejó el mostrador y se me acercó.
—¿Usted fue quien vino a buscar motivos de vampiros y andaba con un niño? —preguntó inseguro. —No. Fue mi padre. El niño soy yo y de eso hace mucho tiempo —le dije. —¡Cómo pasa el tiempo! Hace más de cuarenta años —exclamó el despachador. —Tiene usted razón —le dije.
El despachador sacó un celular y realizó una llamada. Se apartó un poco para que yo no escuchara la conversación.
Mi padre se marchó a lugares desconocidos. Cuando lo hizo, tenía el aspecto del viejito de Avena Quaker. Debe haberse muerto. Sí, mi padre debe haber muerto en algún lugar del Himalaya. Salió de casa después del café de una mañana, encendió un tabaco y guardó en su bolsa ropa contra el frío. Él no soportaría las ventiscas, las lluvias y las nevadas. Jamás nadie habló de él.
Sin embargo, he venido a esta tienda de antigüedades con la intuición de verlo. Recuerdo perfectamente el recorrido: desde el despachador hasta el escaparate donde exhiben las monedas. Siguió por el pasillo derecho, y yo me le zafé de la mano y tomé a la izquierda.
Me puse a manosear un caballito de plástico y desde allí lo vi acercarse al espejo. Se miró. Acercó el rostro al cristal y desde entonces papá no fue la misma persona. Cambió radicalmente su temperamento y sus hábitos. Ya hablaba poco y a veces se tornaba agresivo. Fue cuando le cogí fobia a los espejos.
Sin esperar más, me separé del despachador. Fui a mirarme al espejo donde se miró mi padre. Después de hacerlo, no sé qué me pasó, pero cambié por completo mi forma de ser y me tornaba iracundo.
Ahora estoy parado frente a la puerta de la entrada de mi casa. Un río de sangre baja por la calle. Lo arrastra todo. Por el lado oeste vi cuando un grupo de personas en fila india sacaba sangre del río para almacenarla en algún lado.
La fila la encabezaba mi padre y al verme se paró por el otro lado de la calle. Me llamaba y la sangre me jalaba. Se acercó un poco más. La claridad de la luna era suficiente para distinguirlo. Me sonrió paternalmente y mostró dos colmillos iluminados.
¡Mi padre no era un vampiro! Eso no lo aceptaba. La idea de que podía serlo se metió en mi cabeza, pero se desvaneció cuando decidí romper el espejo de la tienda de antigüedades. El autor es escritor y educador. @VLopezAzuan.