Muerte y resucitación del libro a propósito de un texto de José Rafael Lantigua
Por Virgilio López Azuán
En el libro Mercancía variada, crónicas literarias y otras cuentas (Santuario 2023), del destacado escritor dominicano José Rafael Lantigua, específicamente en el ensayo “Librerías, bibliotecas y bibliotecarios: los caminos del libro”, utilizando una excelente prosa, recrea, de Irene Vallejo, tomando como referencia la exquisita obra El infinito en un junco, cómo en el mundo antiguo se inventaron los libros.
Entre otras ideas, nos dice: “Los libros mueren. Tienen formas de resucitación. Pero, de que fenecen, fenecen. El resto es esqueleto entre anaqueles”. (Pág. 31). Pero ¿qué muere?, ¿qué fenece?, y ¿qué queda en los anaqueles?
Una riqueza metafórica
Porque hay una riqueza metafórica en ese párrafo del intelectual dominicano, les cuento: En mis años de niñez llegué a pensar por mucho tiempo en dos cosas: que cada estrella fugaz que cruzaba el cielo era una persona que moría, que cada quien tenía su estrella, y si se desprendía alguna, alguien moría.
También, que cada palabra dicha por una persona era porque existía algo que la representaba, que no existían los sinónimos. Para el primer caso, ni antes ni después encontré justificación, al menos científica. Para el segundo, mis estudios posteriores abrieron muchas puertas de análisis, interpretaciones y defensas.
También, encontré razones y sinrazones, en los aciertos y contradicciones propias del conocimiento, y las originadas en la evolución de las lenguas, en contextos sociolingüísticos, y la construcción de las múltiples maneras de vivir juntos.
Quizá lecturas de lingüistas y filósofos, como Ferdinand de Saussure, (1857-1913), Noam Chomsky (1928-?), Bertrand Russell (1872-1970), con su teoría de la descripción, la deconstrucción de Jacques Derrida (1930-2004), y a su vez, las ideas de Søren Kierkegaard (1813-1855), aunque fuera, este último —como cuentan algunos de sus críticos— una apología de la religión cristiana, entre otros, me ayudaron a calmar un poco mis pasiones, pero a la vez a levantar muros, torres y barricadas de otra naturaleza.
Aprendí a volar con otras alas y a dormir en el aire como el vencejo común. Sudé razones y planeé sobre emociones para caer sobre arrecifes y dunas. Busqué más libros, hice despojos, transmuté ideas, construí palacios de luces y sombras, después de viajar por túneles húmedos y oscuros. Todo esto, transitando con el libro. Entonces, todo lo que se trate del tema sobre el libro, me interesa y me incita a la lectura.
En el párrafo citado anteriormente de Lantigua, aparecen las palabras “mueren” y “fenecen” como sinónimos, como una misma cosa o parecida. Pero, es que lo parecido se refiere a otra cosa –definida la palabra “cosa”— de forma filosófica, con el problema de que muchos, a la filosofía, la consideran como un punto intermedio entre la religión y la ciencia, que también puede soportar ambigüedades.
Partiendo de que las palabras “mueren” y “fenecen” es lo mismo dentro de la acepción lingüística que manejamos, ahí mismo queda resuelto un problema, porque para una cosa, pueden utilizarse palabras diferentes.
Resucitación
Entonces, el libro muere o fenece, y puede ser resucitado. Puede hacerlo el lector. Resucitar viene del latín tardío resuscitāre, y este del lat. re- ‘re-‘ y suscitāre ‘levantar’, ‘avivar’. En términos médicos, sería la acción de volver a la vida, con maniobras y medios adecuados, a los seres vivos en estado de muerte aparente. Para el caso que analizamos me gusta más la palabra resucitación que resurrección.
Los libros olvidados en los anaqueles o en cualquier lugar tienen una muerte aparente. Aunque para ellos no existe la resurrección del modo divino, pueden ser resucitados y “volver a la vida” de forma metafórica y real (física).
El libro, en término genérico, no necesita espíritu y cuerpo para tener vida eterna. Definitivamente, no tiene vida eterna, a la usanza del relato cristiano. La resurrección siempre ha sido un tema debatible por medio de los métodos creados por el conocimiento humano y las religiones. Pero ese es otro tema.
La obra de Irene Vallejo El infinito en un junco, que no es novela ni ensayo, sino una exposición de la creación, evolución, cuidado, conservación y uso del libro en la historia de civilizaciones, y las formas en que este ha permanecido como fuente de conocimiento.
El texto escrito con buen estilo y elegancia, nos puede dar la idea de que los libros mueren y pueden ser resucitados, como lo plantea José Rafael Lantigua. Impresiona mucho cómo Irene Vallejo reflexiona sobre el papel de la mujer en toda esta maravillosa, tormentosa y apasionante evolución y permanencia del libro en las civilizaciones humanas.
Las hilanderas
En una de las alocuciones de Irene Vallejo escuché el planteamiento de que las mujeres podrían haber sido las primeras en la construcción oral de la estructura conceptual y léxica del libro. Se remonta a las hilanderas antiguas, a los tejidos que estás hacían y donde se contaban historias orales. Estos relatos pasarían a formar parte de esa memoria humana difícil de escrutar.
Las palabras: textil, texto, tejido, hilo, punto, nudo, desenlace, nos remontan a ese oficio de las hilanderas, a los componentes de un texto y al surgimiento de las ideas de los géneros y formas literarias. El resultado de estos tejidos era, regularmente, de carácter utilitario y estético.
Además, es interesante la analogía que hace del fin que perseguía la construcción de la biblioteca de Alejandría, el simbolismo del cuento La biblioteca de Babel de Jorge Luis Borges y las nuevas fuentes de lecturas electrónicas. Esto nos hace saber cómo el libro surge con formas y cuerpos diferentes, cómo muere y resucita.
¡Pero, y si yo digo ahora que el libro, o parte de él, es inmortal o que reencarna! En todos nuestros escritos hay ideas, hechos, situaciones, pasajes, emociones, que vienen de otros textos. Son aquellos que “influyen” en nuevos escritos: hay reencarnaciones. Este juicio me hace sudar razones, no lo niego.
Encuentro tantos argumentos en pro y contra, que a veces suelo conturbarme dentro de esa lógica del pensamiento, que me lleva desde la razón científica hasta la filosófica, metafísica, esotérica y absurda. Es ahí donde empieza mi caos.
Porque tendría que navegar en las aguas cerúleas y tormentosas de la lógica analítica, con sus hipótesis y pulsaciones; por el hipertexto, metatexto; por la amplitud cósmica de la filosofía y algunas de sus disciplinas, como la metafísica y la estética, hasta caer en los pantanosos terrenos dogmáticos, donde se queman mis pies descalzos.
Confesiones
Las ideas del filósofo Sócrates, por ejemplo, las elaboró solo en su pensamiento y acciones verbales. No las hizo de forma escrita. Gracias a sus discípulos como Platón, Jenofonte, Aristipo y Antístenes, y a la tradición oral, el pensamiento de la humanidad es otro, y algunos de sus postulados fueron básicos en la construcción de la cultura occidental.
Otro que no escribió texto alguno fue Jesucristo, y el resto de la historia, por medio de la biblia hebrea, ya la conocemos, —aunque quepa la idea de la inexistencia de estos personajes—. O sea, que los libros, de cierta forma, han germinado y desarrollado, han tenido vida desde siempre en el pensamiento humano, mucho antes de ser escritos.
Por ejemplo, y —perdonen que lo haga personal—, en el género narrativo, mis libros los elaboro primero en mi mente, su inicio, su trama, sus personajes, algunos perfiles sociológicos, psicológicos, lingüísticos, su final… Después me siento a realizar un ejercicio de ingeniería estructural y luego a escribir.
Aunque en el género poesía, utilizo el efluvismo que es un ejercicio liberador, cuasiautomático y algorítmico, el texto que escribo viene con su portada elaborada en mi mente. Pero solo es una forma de escribir, entre tantas.
Observo los libros de mi pequeña biblioteca y pienso en José Rafael Lantigua. Ahí están ellos como un ejército ordenado en los anaqueles, como esqueletos, con su mudez de piedra. Pero si me acerco y leo un título —de uno conocido— el libro resucita, nace de nuevo.
La memoria es asaltada por la trama, por los personajes, por las ideas, por los conceptos…, y me posee. Y pienso qué tan feliz me hacen los libros. Mis mundos, mis emociones, se ensanchan, se recrean, laten, y se convierten en pulsaciones cósmicas, cuando el texto me ha provocado o conmovido.
Todo es gracias a la memoria, a esa caja mágica de imágenes y recuerdos reveladora de la existencia, que conjuga los tiempos y los agita en constantes yuxtaposiciones. Todos los libros que leo son míos y los que escribo son solo míos cuando los llevo en la mente, después que los escribo ya no me pertenecen, son de los otros, de los que los leen.
Una fiesta de atabales
Es muy difícil para mí repetir en la lectura de mi texto, la emoción sentida cuando la idea todavía no la había escrito. Algo contrario me pasa con los textos de los otros, principalmente poesía o párrafos de novelas o teatro.
No solo me vuelven las emociones provocadas por primera vez, sino que a veces son más intensas, emocionantes y hasta alucinantes, si se quiere decir de algún modo.
Diré unos versos: “Sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos, la mitad llena de lumbre, la mitad llena de frío” (F. García Lorca), “¡Moscas del primer hastío /en el salón familiar, / las claras tardes de estío / en que yo empecé a soñar!” (A. Machado) o “Quisiera ser un pez / Para tocar mi nariz en tu pecera, / Y hacer burbujas de amor. / Por donde quiera. / Oh-oh-oh, pasar la noche en vela. / Mojado en ti. / Un pez. / Para bordar de corales tu cintura. / Y hacer siluetas de amor. / Bajo la luna”, (J. L. Guerra). Cada vez que leo esos y otros textos renuevo emociones, se multiplican sensibilidades, se eleva mi dopamina y el corazón se vuelve una fiesta de atabales.
Reflexiono. Diariamente, mueren y nacen miles de libros, y al mismo tiempo, muchos resucitan o quizás son inmortales. Ellos no tienen por qué preocuparse por las cuestiones ontológicas o existenciales del individuo humano. De eso nos preocupamos nosotros. Están para contar memorias, reales o imaginarias; conquistar lo concreto y lo abstracto, abrir lo hermético o cerrar los espacios; ponernos fronteras o abrir la infinitud de las cosas.
La riqueza que porta el libro, como obra de la tecnología humana, es inmensa. Una letra, una palabra, una oración o un párrafo, sirven —como lo ha hecho el párrafo del ensayo de José Rafael Lantigua en este caso— para encender mis pensamientos y escribir estas palabras. El autor es escritor y educador. @VLopezAzuan